martes, 26 de julio de 2016

¿Por qué me enoja y duele la impunidad frente a la violencia contra las mujeres?

Una de las causas sociales que más me convoca es la defensa del derecho de las mujeres a una vida libre de toda forma de violencia machista. La impunidad que desde el Estado se recibe como respuesta a este problema de salud pública, es una de las mayores molestias que me empujan a interactuar en el espacio público con otras y otros y hacer uso de mis redes virtuales sociales para visibilizar, sensibilizar, denunciar y exigir justicia.

Estos días de julio hice unos de esos ejercicios que aprendí con la psicóloga Martha Cabrera. Formulé para mí mismo la pregunta ¿Por qué me enoja, me duele y me moviliza la impunidad frente a la violencia contra las mujeres? Si bien es una obligación ciudadana la defensa de derechos, quise ir un poco más allá.

Coincidieron conversaciones con mi mamá y mis tías sobre los años de la revolución popular sandinista y puse fijación en los relatos sobre mi tía Sandra, una historia de duelo en la familia marcada por la impunidad.  

Mi tía Sandra era la menor de nueve hermanos. Un 27 de mayo de 1987, cuando cursaba su primer año de secundaria, sus sueños fueron arrebatados en una muerte instantánea a sus catorce años de edad. 

Ese día regresaba de clases. Mientras venía conversando con sus compañeras de la escuela, como solía hacerlo, su existencia acabó entre las ruedas de un autobús cuando el chofer de la unidad de transporte realizó una mala maniobra y subió sobre la acera en la que iban caminando. Ella fue la única víctima.

Sus amigas que escaparon de la muerte y las personas que venían en el bus (trabajadores/as de una institución) expresaron in situ, que el conductor venía conversando con otro hombre mientras manejaba, venía distraído.

Cuando mi abuela llegó a la Policía no se le dio nombre del responsable de la muerte de mi tía. Tampoco nunca logró encararlo, ni ella ni nadie de la familia.

En esa cita con la Policía asistió un abogado del conductor, su discurso fue: él es padre de familia, tiene dos niñas, él sostiene su hogar, no puede caer preso. De parte de la policía se insistió en que mi abuela mediara. Pedían que aceptara dinero como “ayuda” en los gastos del funeral.

Ella se opuso y expresó que eso no le devolvería a su hija y que todo se lo dejaba a Dios, que él si haría justicia. En la institución se consternaron más con el relato del abogado que con el dolor de una madre al perder tan salvajemente a su hija adolescente. 

Su muerte quedó impune. El culpable del fallecimiento de mi tía quedó libre. No se conoció ni su rostro, ni su nombre. En la familia solo se supo su apellido, que en  cierto momento lo escucharon mencionar.

Cuando murió mi tía, otros problemas estaban presentes en la casa y carcomían la tranquilidad. Dos tíos se encontraban cumpliendo el servicio militar obligatorio, en lucha armada en la zona norte del país. A ellos no se les dejó venir a los funerales. A uno solo le autorizaron venir al rezo de nueve días, escoltado, porque dijeron que podía escaparse de su obligación patriótica.

Yo pienso que mi tía Sandra murió en resistencia al sistema, en esos años de guerra donde más se acentuaba en las mujeres el rol de cuidadoras. Su vida fue arrebata cuando regresaba de las aulas de clases, con sed de conocimiento, con la ilusión de aprovechar oportunidades que su madre no tuvo, que otras mujeres de su edad no tenían, con la esperanza de no correr el destino de sus hermanos, que en lugar de tener libros en sus manos, empuñaban fusiles en las montañas con el riesgo de no volver a casa.

Veintinueve años han pasado desde su muerte. La vida de las mujeres continúa sin ser una prioridad para el Estado y muchas familias siguen esperando justicia. No obstante, la impunidad con rostro de mujer, hoy en día se nombra, se hace visible, se denuncia, provoca movilizaciones en la calle y desde las redes sociales virtuales. El feminismo lo ha hecho posible. 

miércoles, 6 de julio de 2016

Fundamentalismos religiosos y fobias LGBTI


Desde los seis años visité con mi familia la denominada Iglesia Mormona y mientras iba creciendo dentro de esta religión fui recibiendo mensajes como: “Nunca hagas nada que pudiera llevarte a una transgresión sexual. No hagas nada que despierte emociones sexuales, ni despiertes esas emociones en tu propio cuerpo. El comportamiento homosexual entre varones y el lesbianismo son pecados graves”.  
Sentimientos de culpa, miedo, pesadillas y baja autoestima me acompañaron por muchos años durante mi niñez, adolescencia y parte de la juventud al interiorizar los discursos religiosos condenatorios de la homosexualidad. Experiencias similares he podido conocer de otras personas que actualmente se reconocen como lesbianas, homosexuales, bisexuales o trans y que fueron criadas bajo dogmas de la Iglesia Católica o Evangélica.
Desde la moral cristiana el deseo lésbico-gay-bi-trans se considera como algo “inmoral”, “antinatural” y “contrario a Dios”, por ello desde una mirada feminista y de derechos se pone en evidencia el fuerte vínculo entre fundamentalismos religiosos y actos de discriminación contra las personas LGBTI.
Las ideas distorsionadas difundidas por fundamentalistas religiosos sobre personas lesbianas, homosexuales, bisexuales, trans e intersexuales, han calado fuerte en el imaginario social colectivo, siendo esto un grave obstáculo para el reconocimiento de derechos humanos igualitarios.
La masacre recientemente ocurrida en Orlando es una muestra de lo perverso que es el promover el rechazo u odio hacia cuerpos disidentes sexuales y transgresores del binarismo de género. Como puntualiza Raewyn Connell (2003) en la violencia heterosexual contra personas LGBTI “el terror se utiliza como una forma de trazar límites y excluir”. Los actos de discriminación cotidianos así como las violencias extremas sobre los cuerpos lésbico-gay-bi-trans, tienen como fin el marginalizar y extinguir todo aquello que atente contra el heteropatriarcado.
Tomando en cuenta la consternación mundial frente a estos crímenes de odio, vale aclarar que desde los fanatismos religiosos, las personas LGBTI también son masacradas cuando las familias les rechazan por considerarles una aberración, cuando se convierten en motivo de burla para los medios de comunicación, cuando el personal del sector salud no les atiende con respeto, cuando son excluidas/os del sistema educativo, cuando en la calle no se les deja caminar en paz, cuando la condición de ser lesbiana, gays o trans agrava un asalto y son agredidos/as física y sexualmente, cuando la Policía Nacional violenta sus derechos, cuando compañeras trans mueren con el sueño de haber visto la aprobación de una ley de identidad de género.
También es masacre la homo-lesbo-bi-trans-inter fobia institucionalizada, muestra de ello, el Código de la Familia que entró en vigencia en el año 2015, el cual excluye a las personas LGBTI al no ser reconocidas como personas que constituyen familias y con derechos a las mismas garantías sociales que gozan personas heterosexuales, irrespetando el principio constitucional de laicidad y no discriminación.
Aunque la sanción social y jurídica continúa, la lucha política de feministas y comunidad LGBTI cobra más fuerza. Como dice Mari Luz Esteban (2009) “el cuerpo ha sido y es un dispositivo fundamental de regulación y control social, pero también de denuncia y reivindicación”.
Desde nuestros cuerpos tenemos la capacidad de proponer a una sociedad conservadora que hay infinitas maneras de ser-estar-habitar en nuestros propios cuerpos y desde nuestras experiencias encarnadas, desafiar las fobias LGBTI sustentadas en los fundamentalismos religiosos.