Una de las causas sociales
que más me convoca es la defensa del derecho de las mujeres a una vida libre de
toda forma de violencia machista. La impunidad que desde el Estado se recibe
como respuesta a este problema de salud pública, es una de las mayores
molestias que me empujan a interactuar en el espacio público con otras y otros
y hacer uso de mis redes virtuales sociales para visibilizar, sensibilizar, denunciar
y exigir justicia.
Estos días de julio
hice unos de esos ejercicios que aprendí con la psicóloga Martha Cabrera.
Formulé para mí mismo la pregunta ¿Por qué me enoja, me duele y me moviliza la
impunidad frente a la violencia contra las mujeres? Si bien es una obligación
ciudadana la defensa de derechos, quise ir un poco más allá.
Coincidieron
conversaciones con mi mamá y mis tías sobre los años de la revolución popular
sandinista y puse fijación en los relatos sobre mi tía Sandra, una historia de
duelo en la familia marcada por la impunidad.
Mi tía Sandra era la menor
de nueve hermanos. Un 27 de mayo de 1987, cuando cursaba su primer año de secundaria, sus sueños fueron arrebatados en una
muerte instantánea a sus catorce años de edad.
Ese día regresaba de
clases. Mientras venía conversando con sus compañeras de la escuela, como solía
hacerlo, su existencia acabó entre las ruedas de un autobús cuando el chofer de
la unidad de transporte realizó una mala maniobra y subió sobre la acera en la
que iban caminando. Ella fue la única víctima.
Sus amigas que
escaparon de la muerte y las personas que venían en el bus (trabajadores/as de
una institución) expresaron in situ, que el conductor venía conversando con
otro hombre mientras manejaba, venía distraído.
Cuando mi abuela llegó
a la Policía no se le dio nombre del responsable de la muerte de mi
tía. Tampoco nunca logró encararlo, ni ella ni nadie de la familia.
En esa cita con la Policía asistió un abogado del conductor, su discurso fue: él es padre de
familia, tiene dos niñas, él sostiene su hogar, no puede caer preso. De parte
de la policía se insistió en que mi abuela mediara. Pedían que aceptara dinero
como “ayuda” en los gastos del funeral.
Ella se opuso y expresó
que eso no le devolvería a su hija y que todo se lo dejaba a Dios, que él si
haría justicia. En la institución se consternaron más con el relato del abogado
que con el dolor de una madre al perder tan salvajemente a su hija adolescente.
Su muerte quedó impune.
El culpable del fallecimiento de mi tía quedó libre. No se conoció ni su
rostro, ni su nombre. En la familia solo se supo su apellido, que en cierto momento lo escucharon mencionar.
Cuando murió mi tía,
otros problemas estaban presentes en la casa y carcomían la tranquilidad. Dos
tíos se encontraban cumpliendo el servicio militar obligatorio, en lucha armada
en la zona norte del país. A ellos no se les dejó venir a los funerales. A uno solo
le autorizaron venir al rezo de nueve días, escoltado, porque dijeron que podía
escaparse de su obligación patriótica.
Yo pienso que mi tía
Sandra murió en resistencia al sistema, en esos años de guerra donde más se
acentuaba en las mujeres el rol de cuidadoras. Su vida fue arrebata cuando
regresaba de las aulas de clases, con sed de conocimiento, con la ilusión de
aprovechar oportunidades que su madre no tuvo, que otras mujeres de su edad no
tenían, con la esperanza de no correr el destino de sus hermanos, que en lugar
de tener libros en sus manos, empuñaban fusiles en las montañas con el riesgo
de no volver a casa.
Veintinueve años han
pasado desde su muerte. La vida de las mujeres continúa sin ser una prioridad
para el Estado y muchas familias siguen esperando justicia. No obstante, la
impunidad con rostro de mujer, hoy en día se nombra, se hace visible, se
denuncia, provoca movilizaciones en la calle y desde las redes sociales virtuales. El feminismo lo ha hecho posible.