miércoles, 17 de diciembre de 2014

La tóxica culpa: Fundamentalismos, sexualidad y otros secretos


¿Qué son las culpas? ¿Flagelaciones a nuestros cuerpos y nuestra conciencia por obra de la hipócrita moral cristiana? ¿Justificaciones a la violencia machista por obra del sistema patriarcal? Se me dio por compartir algunas pinceladas donde las culpas en unos casos me reprimieron deseos, y en otros, pretendieron atribuirme una responsabilidad que no tenía por qué cargar nunca jamás. 

Recuerdo que de pequeño en la primaria, desde primer grado, me decían que me gustaban dos niñas. Yo no estaba seguro de sentir alguna atracción, sin embargo a veces me daba por ser detallistas con ellas y les regalaba tarjetitas con mensajes de amistad que en varias ocasiones yo mismo hacía. Algunos compañeros me coreaban “Franklin se muere por un amor que no le conviene, no le conviene, no le conviene”.

Era chistoso porque de lo que si llegue a estar seguro era que me gustaba un compañerito de clase que conocí desde segundo grado. Nos hicimos bien amiguitos. Compartíamos merienda que lleváramos de casa, lo que comprábamos en el recreo, hablábamos de gokú y otras series animadas que veíamos, no nos asignaron estar juntos en el aula de clase, pero siempre nos buscábamos para estar estar charlando. Era una relación muy afectiva. Recibí varios pellizcos en la tetilla por parte de mi maestra o regaños por ese compartir. 

Con él todo llegó hasta tercer grado. De pronto dejó de llegar a clases. Su mamá notificó que estaba enfermo y perdió el año. Obvio que me puse triste. Ya luego lo matricularon nuevamente en la misma escuela, pero en turno vespertino porque lo catalogaron como repitente y ese era el castigo -otro turno-. Nuestra amistad nunca más fue la misma. Si acaso lo veía en actividades patrias o de la “hispanidad” donde juntaban a los dos turnos de la escuela.

Nuestra directora era religiosa, siempre nos hacía repetir versículos y un salmo completo que cambiaba cada mes. Nos lanzaba discursos de cómo ser buenos siervos de “Dios”. 

Entre tantas disertaciones salió aquello de que los homosexuales, las brujas, prostitutas y no sé quienes más, no heredaran el reino de los cielos (me da pereza buscar una biblia y justo ahora que escribo no estoy conectado a internet para guglear y citar textualmente). También hablaba bastante del pudor, hacía reseñas de lo perdida que estaba la juventud de esa década –los 90- y señalaba como tenía que ser una buena mujer y un buen hombre, para que tomáramos esos consejos.

Con tanto fundamentalismo religioso me creí que aquello que yo sentía por mi compañero era un “pecado” ¿Qué crueldad que a un niño se le haga sentir eso no? Bien podía decir que me gustaba determinada niña y no pasaba nada, no obstante eso que sentía por mi amiguito era algo que debía guardarme solamente para mí, por lo que nunca lo comenté con nadie. Fue uno de mis tantos secretos de armario de niñez.

Cuando fue pasando el tiempo, fui conociendo más de religiones, y claro que también me fueron atrayendo otros compañeritos. Visité la iglesia católica y evangélica pero fue la en la religión mormona donde me bautizaron a los nueve años, aunque todo el tiempo lo negué. Me daba pena porque no tenía otro compañero o compañera que lo fuera, me daba pena pertenecer a una religión que nadie más compartía en mi grupo de la escuela, temía ser foco de burlas, porque eso solía suceder.

Yo decía que era católico, que era bautizado y confirmado en esa religión. Las oraciones las aprendí en rezos de nueve días, en novenas a la purísima, o bien bastaba ir a una misa para aprenderse las aburridas y repetidas oraciones católicas. Eso me salvaba para no ser expuesto a que descubrieran que era mormón, Iglesia a la que iba cada domingo con mi mamá o mi tía y mi hermano, donde en varias ocasiones me tocó repartir la santa cena , vestido bien formalito (jaja). 

El sentimiento de culpa iba en aumento. Creía que un mal espíritu me hacía pensar que sentía atracción por niños. Por las mañanas al despertar y por las noches antes de dormir, me arrodillaba y pedía a “Dios” que alejará de mí esos “malos pensamientos” y que me ayudara a que solo me gustaran las niñas como a los demás niños, que me convirtiera en un niño “normal”.

A veces le decía a ese “Dios” que estaba confundido y que ayudara a aclararme, pero ese “Dios” solo me recetaba culpas y condena. También recuerdo que llegué a odiarme, porque yo creía que estos deseos no se iban porque “no ponía de mi parte”.

Y así fui creciendo, cargando con la culpa y con tantos fundamentalismos. Así llegué a la adolescencia, y con el comienzo en la secundaria. Empezándola arribó un huésped a mi casa. Era amigo de un primo de mi familia materna. Él era un universitario, de una zona rural, se había quedado sin presupuesto para alquilar un cuarto. Llegó por un tiempo. Poco a poco ese lapso se fue prolongando y alcanzó estar casi tres años en casa.

Si estaba inseguro de mis impropios deseos, pues acá fui aterrizando más. Me fui aclarando que los cuerpos masculinos me atraían mucho. Algo tenían que me subían la bilirrubina. Claro que no todo cuerpo, algunos en particular, como este chico. Me atraía, me provocaba sueños húmedos, pero todo se mantuvo a nivel platónico. 

En mi etapa final de la secundaria, cuarto y quinto año, me tocó estar en la misma sección de un chico que desde lo conocí en primer año, me despertó gran interés. Él era un cerebrito. Eso me gustaba. Además yo lo veía bonito. Extrañamente con él nunca pude tener una amistad a pesar que se sentaba detrás de mí. Algo pasaba ahí. Tuvimos alguna que otra plática pero ligerísima. Me gustaba mucho pero no pude entrarle ni a un nivel de amistad. Era extraña la situación, como que ambos nos evitábamos. No sé. 

A pesar de irme descubriendo, sabía que había una sociedad hipócrita en la que alguien como yo no cabía. No hablaba con nadie de esos temas, mi foco fue los estudios, y así me justificaba. Siempre decía que me interesaba centrarme en las clases y sacar buenas notas que en andar pensando con quien jalar. 

A propósito de jalar, la masturbación fue otro rollo. Recuerdo que el discurso mormón dirigido a adolescentes y jóvenes decía que había que evitar todo pensamiento que alimentara el deseo sexual, porque eso era pecado y no agradaba a Dios. Cero pornografía, cero besos y toqueteos en el noviazgo, cero masturbación ¿qué paja no?

Y otra vez yo. oraciones de mañana, de tarde, de noche, pidiendo a “Dios” que alejara de mi esos infernales deseos. No era solo la masturbación, era también en lo que pensaba o lo que veía mientras lo hacía. La culpa iba subiendo de nivel. Y con eso de que “Dios está en todas partes”, pues se imaginarán como escalaba la maldita culpa.

Sin embargo, la culpa más tóxica fue la que me provocó un macho que se sintió con toda propiedad sobre mi cuerpo para descargar en mí deseos que yo nunca compartí con él y que en todo momento que sometió mi cuerpo a sus asquerosas fantasías, en todo momento le dije que NO, que No quería, que me dejara, pero ni mi voz ni mis fuerzas fueron suficientes. Siempre cargué con la culpa que el culpable era yo porque pude evitarlo, que yo generé ese escenario para que eso ocurriera. Pero NO, no tuve culpa de NADA.

Los escenarios han cambiado ¿Justo y necesario no? Permitir que las culpas dominen nuestros cuerpos, es altamente peligroso. Las culpas estimuladas por los fundamentalismos religiosos solo buscan que renunciemos a la mujer y al hombre que queremos ser para cumplir a cabalidad con las normas heteropatriarcales y a la vez tratan de justificar todo abuso de poder en sociedades machistas y patriarcales.





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